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Mamífera


Cuando mi pareja y yo sentimos que nuestro amor era tan fuerte como para sostener otra vida y ser los cimientos de un nuevo ser, empezamos a buscar un bebé. El proceso tuvo matices de todos los colores. Pensar que podría estar embarazada, pero aguantar hasta que me viniera la regla para descartar o celebrar era una mezcla entre nervios, ilusión, ansias… He de confesar que cuando me enteraba que alguna mujer cercana estaba embarazada sentía una mezcla de alegría intensa capaz de hacer que se me saltaran las lágrimas, y un resquicio de envidia deseando ser yo la portadora de vida. El proceso fue hermoso, y en el momento más inesperado sucedió. Como siempre ocurre con estas cosas, cuando más relajados y disfrutones estábamos, me quedé embarazada. Ay qué ilusión cuando en ese predictor salieron las líneas que esperábamos. Me costó asimilarlo. Iba a ser mamá, él iba a ser papá, y a partir de ahora siempre habría alguien que de algún modo nos uniría para bien y para mal. Era una decisión importante esa que habíamos tomado y que ahora se materializaba.

Queríamos esperar hasta la semana 12 para contarlo, pero no fuimos capaces, y a nuestras personas más queridas se lo contamos antes. Hubo quien no se lo creía, pero el denominador común fue la alegría. Es hermoso ver como familiares y amigos se vuelcan con alguien desde que tiene apenas el tamaño de un garbancito. Y eso me tocó mucho a mí, por ser la portadora de vida, como me gustaba decir. No me faltaron atenciones y mimos, el mejor asiento, la comida que podía comer siempre por delante, “no levantes peso que ya lo cojo yo”… Nunca me había sentido tan mimada y sólo podía pensar que nuestra pequeña tenía suerte de contar con esa tribu que la protegía ya dentro de su madre. Aunque por supuesto no todo fue color de rosa, no hay embarazo sin síntomas y como corresponde tuve muchos. Algunos vinieron para quedarse siempre conmigo; y otros a lo largo del posparto, o en el mismo parto desaparecieron. Sin embargo, yo sólo pedía poder disfrutar sin necesidad de hacer reposo en el embarazo, y así fue. Sabiendo que nuestro bebé estaba bien y que yo podía moverme sobrellevaba muy bien el resto de cosas y disfrutaba enormemente de mi barriga y su crecimiento. Esa sensación de ir siempre acompañada, mirarme al espejo y verme hermosa como nunca, ponerme la ropa más pegada que tenía en el armario para que se me notara bien esa barriguita que iba creciendo… Creo que nunca he tenido tanta conexión conmigo misma, con mi cuerpo, con la tierra, con el resto de mamíferos. Para mí el embarazo fue una cura de humildad, ver que somos parte de un mundo hermoso en el que la naturaleza sabe qué tiene que hacer y sólo hay que dejarse llevar. Es maravilloso cómo nuestro cuerpo está pre-programado para albergar vida. El milagro de la vida. Hasta ese momento esas cinco palabras me parecían simplemente una frase hecha, pero ahora lo pienso y cobran un sentido especial.



Y con todo esto no puedo ocultar que las últimas semanas de embarazo fueron duras, especialmente por las noches. Los últimos días lloraba antes de irme a dormir. Lloraba a mi pareja, por dolor, cansancio, pesadez, presión, incomodidad… Le lloraba y él se deshacía en amores y atenciones cuidándome y sin saberlo, ejerciendo ya de padre que cuida en ese primer momento a la madre para que ella pueda a su vez cuidar. Él es así, dulzura absoluta. Me escuchó cada vez que le dije que tenía miedo al parto, no sólo porque nos pasara algo al bebé o a mí, sino porque tenía miedo al dolor, al proceso, a que fuese un parto instrumentalizado, conozco demasiado sobre violencia obstetricia y me daba pavor protagonizar una de esas historias. Miedo con todas sus letras. Él me escuchaba, y me sostenía la mano. Mientras, yo no le dejaba casi espacio para hablar porque soy tan amante de la ciencia como de las emociones; y un embarazo era la excusa perfecta para leer sobre biología, desarrollo evolutivo, cambios en la madre…. No he leído más en mi vida. Soy de las que piensa que la información da poder y en este caso también tranquilidad. Bajo este lema me hice experta en el parto, en cómo prepararlo, en el desarrollo embrionario, fetal, los cambios en el cuerpo y el cerebro de la madre, la lactancia, los cambios en el cerebro del padre… Aún hoy sigo leyendo muchísimo a la par que mi hija crece. Me parece apasionante.

Y así entre lectura y lectura llegó el día del parto. No había tenido contracciones antes, ni siquiera las de Braxton-Hills, así que cuando empecé a sentir contracciones a las 8 de la mañana pensé que en unos días podría llegar el momento. Salí a pasear y después de comer le dije a mi pareja: “Voy a avisarte cada vez que me venga una contracción, son ya muy seguidas y algunas ya me duelen un poco”. En la educación maternal nuestra matrona nos había dicho: “Si creéis que estáis de parto es que no lo estáis. Cuando lo estéis lo vais a saber porque duele”. Ese era mi mantra todo el tiempo, por nada del mundo quería ir al hospital y venirme de vuelta a casa porque no estaba dilatada. O peor aún, llegar al hospital dilatada de dos o tres centímetros y pasar muchas horas esperando allí. Prefería estar el máximo de tiempo en casa, así que preparé mi pelota de pilates, me senté encima y me pinté las uñas. Si, eso que no está nada indicado porque los anestesistas necesitan ver el color de tus uñas para comprobar ciertos parámetros corporales, pero ese dato no lo sabía. Para mí fue un ritual de despedida. Me encanta pintarme las uñas, es un momento que me dedico a mí misma, que luego tiene un reposo obligado en el que suelo ver una serie o una película. Lo asocio con descanso, ocio en soledad y autocuidado. Sabía que cuando naciera mi pequeña no tendría muchos momentos para esas tres necesidades, así que de algún modo sentía que era mi última oportunidad en meses y que sería una forma bonita de despedirme de esa mujer que se apartaba a un lado para que llegara la madre.
Me pinté las uñas entre contracción y contracción, ese momento de tranquilidad y maravillosa ausencia de dolor que viene después de cada contracción. Me pintaba dos, a lo sumo tres y esperaba a que mi cuerpo me avisara de que venía otro pico de dolor. Ante esas señales yo sólo decía el nombre de mi pareja y él se acercaba a donde yo estuviera, esperaba que decidiese la postura que necesitaba tomar y cuando yo le decía ya ponía sus manos en mi espalda haciendo presión. Eso me aliviaba muchísimo. Cuando las horas iban pasando le pedía que presionara con más y más fuerza. Él sorprendido de tener que sacar toda su fuerza me decía que tenía miedo de hacerme daño, pero una mujer en el momento del parto es capaz de soportar una presión infinita, y a mí la suya en los riñones me aliviaba. Mientras él presionaba yo respiraba hondo, y trataba de llevar esa respiración a mi abdomen y mis riñones, justo donde las contracciones más dolían. Así entre respiraciones, ojos cerrados y luces apagadas llegaron las 10 de la noche. A las diez y media nos vamos. Llama a un taxi y que esté aquí a esa hora para llevarnos al hospital. Aún tenía la duda de si sería ya un buen momento para ir al hospital. Mi miedo me había hecho imaginarme destrozada, paralizada, llorando y muerta de dolor desde el minuto uno. Además no había roto la bolsa, que para mí era la señal clara de que el parto había llegado.

Cuando llegamos al hospital me dijeron que estaba de cinco centímetros, y pasé directamente a la sala de dilatación. No me lo podía creer. “Confía Celia, el cuerpo sabe qué hacer. Confía, eres una más pariendo, la naturaleza está llena de mamíferas y todo va a ir bien. Vas bien”. Así comencé mi diálogo interno conmigo misma, recordándome que la naturaleza es sabia. Entendiendo que cada dolor era un paso más para conocer a mi bebé, y sintiendo la mano de mi pareja que me sostenía y me apoyaba. Pude conectar conmigo misma al 100%. Escuchar lo que mi cuerpo me decía. Con la luz tenue la matrona entraba de vez en cuando a verme y se deshacía en palabras de aliento. Fue respetuosa, nada intervencionista y un amor en sus formas. Me explicó cada paso del proceso, respiró conmigo dándome la mano cuando el dolor se hacía dificil, y respetó mi plan de parto tal y como yo lo había escrito. GRACIAS. Gracias por tener un trabajo hermoso y hacerlo hermoso.
Cuando pienso en mi parto aún me llegan recuerdos de la fuerza que sentí en mi interior. De lo bonito que fue tener la mano de mi pareja apoyada en mi hombro. El parto es la experiencia más empoderante que he tenido en mi vida. Sentir que soy capaz de albergar vida y traerla a este mundo, conocer la luz de un bebé recién nacido que me mira a los ojos y sentir su olor en mi pecho tras 9 meses de cambios físicos es algo indescriptible. Cuando lo recuerdo aún me llega algo de la resaca de amor propio, fuerza y orgullo que me causó.

Celia Acero Pereira

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