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Lágrimas blancas


Su corazón se estremeció cuando escuchó los latidos del mío. Un par de lágrimas recorrieron su rostro emocionado, impidiéndole ver con claridad aquellas primeras imágenes de mí; apenas un puntito, pero suficiente para saber que su amor por mí ya era real e incondicional. Ya hacía unos días que sabía de mi existencia, pero todavía no había podido experimentar nada especial en su cuerpo que le permitiera saber a ciencia cierta que estaba embarazada, más allá de la palabra “positivo” escrita en un papel. Vivía en un estado de ilusión contenida, que por el momento sólo compartía con papá.

Yo era el fruto de una planificación pormenorizada. Mamá tenía una enfermedad autoinmune que afectaba a su sistema digestivo, así que debía contar con el permiso de los médicos para cumplir su sueño de tenerme. Además, por motivos de trabajo vivía en otra ciudad. A papá y a ella les separaban quinientos kilómetros que salvaban cada fin de semana a golpe de ferrocarril. Dicen que todos los niños nacen con un pan bajo el brazo. Al poco tiempo de enterarse de que estaba embarazada, le dieron otra buena noticia: le habían concedido un traslado laboral temporal y podría vivir con papá.
Pasaron varias semanas de planes, de nervios, de tímidas visitas a tiendas de artículos para bebés. Antes de que pudiera darse cuenta ya había comenzado a notar mis primeras pataditas. No fue capaz de explicarle a papá con palabras lo que había sentido. Cada uno de mis movimientos lo percibía como propio y ajeno al mismo tiempo, y no podía evitar acariciar continuamente su creciente maternidad. Nunca se había sentido tan bien, tan viva, tan en sintonía con su cuerpo, que ya no era sólo suyo, sino también mío.

Al inicio del tercer trimestre le dieron la baja y decidió centrarse exclusivamente en mí. La espera entre ecografía y ecografía se le antojaba eterna. Vivía contando los días hasta poder verme de nuevo. Mamá me hablaba, me contaba cuentos y me ponía música, pero lo que más me gustaba era que me acariciara a través de su piel, y cuando papá se unía ¡era el doble de divertido! ¡fiesta a cuatro manos!
Un mes antes de lo previsto yo no quería esperar más para ver a papá y mamá, así que tuvieron que pasar unos días en el hospital. Los médicos no querían que yo naciera todavía. Decían que era demasiado pronto. Decidí hacerles caso y aguantar un poco más. ¡Estaba tan calentito y arropado!
Cuando sólo quedaban dos días para la fecha esperada, decidieron obligarme a salir. La verdad es que no entendía por qué no me dejaban nacer a mi ritmo, pero al parecer a mamá se le había subido la tensión y querían evitar complicaciones. En el trayecto de casa al hospital, mamá le dijo a papá que le resultaba muy extraño saber que ese mismo día me verían al fin la carita. Estaba un poco asustada pero papá le recordó que les habían dicho que todo saldría bien, que su cuerpo llevaba ya preparado mucho tiempo.

Sentí cómo mi mundo empezaba a desmoronarse. Esas paredes que habían sido mi hogar se estaban estrechando sin tregua. Paraban un momento y vuelta a empezar. Tenía mucho miedo. En medio de toda esa confusión aún era capaz de sentir a mamá, y ella tampoco estaba tranquila. Notaba cómo unos dedos trataban de sujetar y mover mi cabeza una y otra vez, mientras la presión a lo largo de mi cuerpo se hacía insoportable. Mi corazón se ralentizaba con cada contracción. Trataba de desplazarme, cambiar de posición, pero algo me lo impedía. No sé cuánto duró aquello. Finalmente, noté que me agarraban de los pies y tiraban de mí. Me resistí e intenté avanzar de nuevo, pero mis esfuerzos fueron inútiles. Esta vez el tirón fue más enérgico… y, de repente, ya no estaba con mamá.
Dejé de sentir su olor y de escuchar su voz, su cuerpo. Me acercaron brevemente a ella, que seguía tumbada en una camilla rodeada de médicos, y antes de que alcanzara a acariciarme por primera vez, me alejaron de ella. Me llevaron a una sala donde no dejaban de tocarme por todos lados, era muy confuso. Tenía muchísimo frio y me pusieron ropa para recuperar el calor, pero no era comparable a como me sentía con mamá. Cuando terminaron me sacaron de allí y por fin sentí un poco de consuelo: los brazos de papá y su voz, que ya había escuchado muchas veces. Cuando estaba empezando a tranquilizarme un poco, me arrebataron también de sus brazos para darme un biberón. Terminé lo más rápido que pude para que me devolvieran a sus brazos y me pusieron un chupete en la boca, pero lo tiré. ¿Por qué me hacían eso? ¿Dónde estaba mamá?
Después de lo que pareció una eternidad la trajeron con nosotros. Ella sólo tenía ojos para mí. Pidió que me acercaran a ella. Si yo hubiera podido hablar, habría pedido exactamente lo mismo. Me habían puesto un gorrito para que no se asustara al ver mi cabecita abultada, pero me lo quitó diciendo que quería verme bien, me estrechó contra su pecho y por fin recobramos la paz que nos habían arrebatado. Ya no formábamos parte el uno del otro, pero al menos podía estar pegadito a ella, alimentándome de ese cuerpo que había sido mi hogar, mi todo.

Durante los siguientes días mamá no se podía apenas mover. Intentar traerme al mundo había sido tan duro para ella como para mí. Cada vez que entraba alguien a comprobar cómo estábamos, ella pedía consejo y ayuda para darme el pecho. Sabía que el calostro era lo mejor que podía brindarme, elixir de vida, mi mejor regalo de recibimiento, y quería asegurarse de hacerlo bien. Había acudido a una reunión de apoyo a la lactancia unas semanas antes, pero ahora se sentía muy insegura. Cada persona a quien preguntaba le daba consejos dispares e incluso contradictorios. Un pediatra le dijo que me diera cada tres horas y como mucho quince minutos cada pecho. ¿No era la labor de ese médico velar por mi bienestar? Menos mal que mamá no le hizo caso y cuando me oía llorar siempre intentaba primero calmarme en su pecho. En esos momentos se sentía más madre, más mujer. Le escuché decir a papá que se sentía inútil y mala madre porque no podía encargarse de su hijo, porque no podía cambiarme los pañales, vestirme o bañarme. Ojalá hubiera podido decirle que a mi no me importaba.
Al tercer día mamá notó que mi cuerpecito estaba demasiado caliente y de nuevo me alejaron de ella. Cuando pudo reunirse conmigo, les dijeron a papá y a ella que podía tener infección de orina y deshidratación. Me habían dado un biberón y me iban a meter en una incubadora. Creo que mamá nunca había llorado tanto. No entendía nada. No dejaba de repetir que ella lo había hecho lo mejor que podía, que había pedido ayuda y consejo y nadie le había dicho que yo estuviera mal ni pasando hambre. Intentaron tranquilizarla un poco y la mandaron de vuelta a la habitación, con un sacaleches en la mano y el corazón roto.

Por más que se esforzaba, con aquella máquina apenas sacaba leche, y cuando vio lo que yo tomaba de biberón, llegó a la conclusión de que nunca estaría a la altura de lo que yo necesitaba. Llegó a exclamar entre lágrimas que no sólo no había sido capaz de parirme, sino que tampoco podría alimentarme. Ojalá hubiera podido decirle que yo bebía tanta leche porque no tenía más remedio. Después me metían de nuevo en aquella caja de plástico y a dormir hasta el siguiente biberón.
Como mamá no terminaba de recuperarse, tuvieron que ponerle una medicación con la que le dijeron que tendría que estar unos días sin darme el pecho. Decidió entonces pedir ayuda a la asesora que había conocido en la reunión de lactancia, porque sentía que la situación se le escapaba de las manos. Le dijo que tenía que exigir una medicación compatible con la lactancia y le habló del método dedo-jeringa para darme la leche artificial, pero en aquel estado de nervios, cansancio e impotencia lo veía demasiado complicado, y estaba casi segura de que los enfermeros se negarían.

Mamá celebró su cumpleaños en el hospital y, de regalo con el alta médica, se llevó a casa una lactancia mixta no deseada. Cada vez que yo tenía hambre, o que pensaba que así era, primero me ponía al pecho y luego me daba el biberón. El problema era que cuando yo me soltaba del pecho, me ponía en el otro, y si me volvía a soltar, ella interpretaba que ya no quería más, y entonces me daba el biberón. De esta manera, yo cada vez necesitaba más fórmula para sentirme satisfecho, y ella derramaba amargas lágrimas con cada cacito de aquella leche que no era la suya.


Decidió que no podía continuar así, y se puso en contacto con otra asesora de lactancia. Vino a casa a vernos, y les explicó a papá y a mamá que ella era la única que debía darme de comer, que debíamos estar todo el día pegaditos piel con piel. A mí me parecía un buen plan. También le explicó que la mejor alternativa al biberón era un relactador, así yo recibiría la leche artificial también de su pecho. También tendría que usar el sacaleches para estimular más el pecho y tratar de aumentar la producción.

Al principio no se apañaba muy bien, se ponía muy nerviosa y terminábamos llorando los dos. Papá le daba ánimo y serenidad, y me calmaba en sus brazos para que pudiéramos empezar de nuevo. Gracias a una buena amiga empezamos a ir a un taller de lactancia todas las semanas. Le dieron más consejos, información y fuerza para seguir. Tras días de desesperación alternando dedo-jeringa con el relactador, se dio cuenta de que con su leche funcionaba mucho mejor. Yo me quedaba dormidito en su pecho, sonriendo, y supo que no iba a renunciar a aquella sensación.

Hizo del relactador su medalla al valor, y pasaba las horas conmigo al pecho, con relactador, sin relactador y con el sacaleches, hasta que dejó de necesitar preparar fórmula. Una de las integrantes del taller se interesó por nuestro caso y quiso verme la boquita. Le dijo a mamá que parecía tener frenillo. Tuvo muchas dudas porque yo ya tenía tres meses, y no estaba segura de hacerme pasar por la intervención. Papá la animó a dar el paso y, aunque debo reconocer que me dolió un poquito, enseguida noté que podía mover la lengua mucho mejor.



Hoy, dos meses después, mamá sonríe con orgullo cuando se nos quedan mirando por la calle o en la terraza de cualquier bar y le dan la enhorabuena por darme el pecho, aunque le produce un poco de tristeza que eso no sea considerado lo más normal del mundo. No puedo describir con palabras lo que siento cuando estamos unidos a través de ese cordón umbilical líquido, así que simplemente busco su mirada con la mía y dibujo en mi cara una gran sonrisa. Ella me la devuelve y, fruto del amor, brotan de su pecho lágrimas blancas.
Laura López Nieto

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